Ayer por la noche, leyendo algunos tuits como hago siempre para dormir, me encontré un hilo de tuits muy curioso y brillante sobre Pyongyang.
Estaba publicado por una usuaria llamada Sabina Pons que, obviamente, utilizaba Pyongyang como metáfora.
Podría simplemente pegar el código del hilo aquí para que se mostrara de modo automático, pero prefiero hacerlo pegando el texto porque, viendo que Twitter es posiblemente la red social que más castiga la libertad de expresión, no descarto que este hilo «desaparezca».
Éste es el texto:
Una noche, no hace tantos meses, me fui a dormir en mi domicilio de Palma y, a la mañana siguiente, desperté en Pyongyang, en la mismísima Corea del Norte.
Me había metido en la cama como ciudadana libre de un Estado de Derecho y amanecí en una caricatura de democracia en la que toda la maquinaria del poder se había puesto en marcha para chantajearme, insultarme, señalarme y coaccionarme.
Esa noche me había acostado arropada por amigos y colegas de profesión que no desperdiciaban la oportunidad de citar la trillada frase falsamente atribuida a Voltaire -“No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo”- y me desperté en territorio hostil, en un lugar extraño en el que era invitada a callar o censurada sin ambages.
Fue una noche cualquiera, como tantas otras, en la que había oído a mis conciudadanos quejarse con amargura de los políticos: “Todos son iguales. No te puedes fiar de ninguno”, decían; “Menudo hatajo de corruptos, solo miran por sus intereses”.
Por la mañana, cuando salí a la calle en Pyongyang, esos mismos políticos se habían convertido en benefactores sociales, en ángeles de la guarda enfocados día y noche en nuestro bienestar, en amorosos seres tutelares.
Lo curioso es que eran los mismos políticos de siempre, así que tuve que concluir que un extraño encantamiento había tenido lugar.
Recuerdo que antes de esa noche necesitaba una receta para comprar ibuprofeno y que la extracción de un quiste en el dedo solo había sido posible tras la revisión por parte de un médico, la lectura del procedimiento al que iba a ser sometida y varias firmas de consentimiento.
En Pyongyang, por el contrario, me presionaban para que me dejara inocular un suero no aprobado por la Agencia Europea del Medicamento, nunca usado en humanos, del que no podía ver el envase ni los ingredientes y del que no conocía ni los efectos deseados ni los indeseados.
Desconcertada, creyéndome todavía en Palma, solicité que un médico de los 250.000 facultativos que ejercen en España, me reconociera y que, si juzgaba que mi estado hacía necesaria la inoculación, me cumplimentara la receta con su firma y número de colegiado.
Pero ninguno se avino a hacerlo, y aún así, las autoridades me presionaron a que me inyectara “por mi salud”.
Esa noche, no hace tantos meses, me acosté convencida de que había unas reglas del juego, unas garantías constitucionales, una querencia por la verdad un apoyo declarado al debate ideológico, científico, unos medios de comunicación libres y plurales, pero me desperté por la mañana y casi me extrañé de que no me endilgaran una camisa de cuello Mao y me obligarán a desfilar.
De repente, mis derechos habían sido conculcados apelando, como siempre en una dictadura, al interés general. Un interés que, como todo el mundo sabía allá en Palma, se confunde muy a menudo con los intereses particulares de las clases dominantes.
Aquí, en Pyongyang, los datos se ofrecen a la masa una vez cribados y manipulados, las voces discrepantes son silenciadas, se estigmatiza y aparta, no ya a quien piensa diferente, sino a quien exige información veraz y contrastada, y se criminaliza a quien pone límites al abuso.
En los centros médicos se inhabilita a quien se atreve a decir “Esto no es exactamente así “ o “Quizás podríamos estudiar otros remedios“. Aquí, si hay que elegir entre que el paciente muera o que la orden de un médico se ponga en entredicho se elige siempre la primera opción.
En Pionyang se despidió del trabajo, se impidió la entrada, se expulsó de los lugares, se apartó, se discriminó, se culpó. Lo más curioso es que yo me acosté esa noche de la que os hablo en un país en el que estas conductas provocaban un unánime rechazo social.
A buen entendedor, pocas palabras bastan.
Cada día somos más los que vemos con nitidez lo que realmente está sucediendo.
No me extenderé más porque ya he publicado varios artículos al respecto desde el nefasto mes de marzo de 2020.