Gracias al canal twitter de Mariano Lozano acabamos de enterarnos de que ayer se cumplieron diez años del comienzo del movimiento antiglobalización en Seattle.
Pero, aunque nos encanta esta ciudad, siempre hemos pensado que el movimiento está absolutamente vacío de contenido. La globalización no existe. O, mejor dicho, lleva existiendo más de un siglo.
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Nadie mejor que el conocido sociólogo Amando de Miguel puede explicar mejor este movimiento antiglobalización. Aquí van algunos de sus pensamientos, expresados hace ahora 5 años (el 26 de noviembre de 2004 en Palencia), sobre el movimiento antiglobalización:
El asunto de la globalización es eminentemente económico, pero se puede entender también a partir de la mirada escéptica del sociólogo. Si algo distingue a la Sociología es la curiosidad por la conducta irracional de las personas y los grupos. Las ideas sobre la globalización suelen ser un monumento a la irracionalidad.
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Un principio científico elemental es el que se manifiesta en la famosa “navaja de Occam”, nada menos que del siglo XIV, el momento auroral de la ciencia moderna. Viene de decir que en el razonamiento científico no deben introducirse conceptos innecesarios que supongan un añadido caprichoso, difícilmente medible. Ese es el caso del concepto de globalización, impreciso, inmedible, multívoco, ideológicamente sesgado. El concepto se maneja con profusión porque es socialmente conveniente (lo que vulgarmente se llama “políticamente correcto”). Lo que convendría es destriparlo.
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El mundo se intercomunica cada vez más, pero lo hace estrictamente por razones técnicas, que al final son episódicas e insustanciales. La realidad del Estado nacional es tan manifiesta hoy como ayer. Podrá haber cesiones interesadas de soberanía, por ejemplo, las que se abren paso en la Unión Europea, pero dentro de algunos de esos Estados estalla la desmesura nacionalista. Desde luego, eso es así en España. Las llamadas “fuerzas de la cultura” tendrían que ser las más cosmopolitas, pero reclaman para ellas el mayor proteccionismo posible. La gran oenegé revolucionaria tendría que ser Aduaneros sin Fronteras, que es solo un chiste.
La utilidad máxima de la idea de globalización está en que constituye una especie de muñeco ideológico que sirve muy bien para rebatirlo. Siempre es un placer y una justificación para muchos grupos que aspiran a un nuevo “orden mundial”. Naturalmente, para ese empeño utópico hay que fabricar un enemigo común, ubicuo y omnipotente.
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Asimismo actúan con alcance mundial las organizaciones del difuso movimiento antiglobalización, que al final es subsidiado por los organismos internacionales a los que se oponen los “antiglobalizadores”. Los posibles conflictos están perfectamente controlados; se producen más bien para satisfacer a las cámaras de televisión. Es un curioso ejemplo de simbiosis, solo que en este caso produce un efecto retardatario sobre el desarrollo mundial. Naturalmente, ese retraso lo sufren principalmente los países pobres. Para redondear la paradoja, sucede que la mayor parte de los participantes de los grupos antiglobalización son ciudadanos de los países ricos.
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A pesar de su pomposo nombre, las ONG (organizaciones no gubernamentales, oenegés) no existirían como red internacional si no fuera por los gobiernos que las nutren. El acertado acrónimo podría significar irónicamente la Otra Nómina Gubernamental. En realidad, el funcionamiento de las oenegés no se despega mucho de los organismos internacionales en los que los miembros son los Estados. Se ha producido una relación simbiótica entre las oenegés y los organismos internacionales (ONU, UNESCO, FMI, OMC, etc.). Es una relación parecida a la que existe entre las grandes empresas y los sindicatos.
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Aunque las sedes de esas organizaciones pertenezcan a otros lugares, muchas de ellas se mantienen gracias a los fondos o a las empresas que proceden de los Estados Unidos. Asimismo molesta que muchas de esas entidades sin ánimo lucrativo, sedicentemente “no gubernamentales”, reciban sus fondos fundamentales de unos pocos Estados. El más munificente sigue siendo el Gobierno de los Estados Unidos, aunque también la sociedad estadounidense como tal. Se comprende que esa destacada presencia de los Estados Unidos llegue a irritar a mucha gente. Aunque puedan pesar otros Estados ─no muchos─ la vida de casi todas las entidades globales se desenvuelve en inglés.
La globalización queda así, en la práctica, como una especie de término cifrado para entender un “orden mundial” que sea la alternativa del dominio norteamericano.
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En cada país hay fuerzas realmente dominadoras, en muchos casos retardatarias, opuestas al progreso de sus respectivos pueblos. Lo más notable es que esas fuerzas locales dañinas para sus respectivos pueblos lo son especialmente cuando se declaran antinorteamericanas. Precisamente, para ocultar esa realidad, se asegura un gran éxito si se convence a la población de que la culpa de todo lo tiene el imperialismo norteamericano y sus excrecencias.
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Para concluir, la globalización significa poca cosa si es solo una palabra para sintetizar las tendencias hacia una economía con más intercambios internacionales. Si la globalización es un símbolo de la hegemonía norteamericana contra la que hay que luchar, entonces la idea podría ser útil como propuesta política. Pero resulta que, el movimiento antiglobalización acaba viviendo en simbiosis con el poder hegemónico de los Estados Unidos, que no es solo económico sino cultural.